Textos
literarios:
A diferencia de los textos informativos, en los cuales se
transparenta el referente, los textos literarios son opacos, no explicitos, con
muchos vacios… ¿Por qué? Porque son los lectores los que deben unir todas las
piezas en juego: la trama, los personajes y el lenguaje.
1.-
Cuento.
Un
papá muy duro
Ramón era el tipo duro del colegio porque su papá era un
tipo duro. Si alguien se atrevía a desobedecerle, se llevaba una buena.
Hasta que llegó Víctor.
Nadie diría que Víctor o su padre tuvieran pinta de duros: eran delgaduchos y
sin músculo. Pero eso dijo Víctor cuando Ramón fue a asustarle.
- Hola niño nuevo. Que
sepas que aquí quien manda soy yo, que soy el tipo más duro.
- Puede que seas tú quien manda, pero aquí el tipo más
duro soy yo.
Así fue como Víctor se ganó su
primera paliza. La segunda llegó el día que Ramón quería robarle el
bocadillo a una niña.
- Esta niña es amiga del tipo más duro del colegio, que
soy yo, y no te dará su bocadillo - fue
lo último que dijo Víctor antes de empezar a recibir golpes.
Y la tercera paliza llegó cuando fue él mismo quien no
quiso darle el bocadillo.
- Los tipos duros como mi padre y yo no robamos ¿y tú
quieres ser un tipo duro? - había sido su respuesta.
Víctor seguía llevándose golpes
con frecuencia, pero nunca volvía la cara. Su valentía para defender a
aquellos más débiles comenzó a impresionar al resto de compañeros, y pronto se
convirtió en un niño admirado. Comenzó a ir siempre acompañado por muchos
amigos, de forma que Ramón cada
vez tenía menos oportunidades de pegar a Víctor o a otros niños, y cada
vez menos niños tenían miedo de Ramón. Aparecieron nuevos niños y niñas
valientes que copiaban la actitud de Víctor, y el patio del recreo se convirtió
en un lugar mejor.
Un día, a la salida, el gigantesco papá de Ramón le preguntó quién era Víctor.
- ¿Y este delgaducho es el tipo duro que hace que ya no
seas quien manda en el patio? ¡Eres un inútil! ¡Te voy a dar yo para que te
enteres de lo que es un tipo duro!
No era la primera vez que Ramón iba a recibir una paliza, pero sí la primera que estaba por allí
el papá de Víctor para impedirla.
- Los tipos duros como nosotros no pegamos a los niños,
¿verdad? - dijo el papá de Víctor, poniéndose en medio. El papá de Ramón pensó en atizarle, pero observó que aquel
hombrecillo delgado estaba muy seguro de lo que decía, y que varias familias
estaban allí para ponerse de su lado. Además, después de todo, tenía razón, no parecía que pegar a los niños fuera
propio de tipos duros.
Fue entonces cuando el papá de Ramón comprendió por qué
Víctor decía que su padre era un tipo duro: estaba dispuesto a aguantar con
valentía todo lo malo que le pudiera ocurrir por defender lo que era correcto.
Él también quería ser así de duro, de
modo que aquel día estuvieron charlando toda la tarde y se despidieron como
amigos, habiendo aprendido que los tipos duros lo son sobre todo por
dentro, porque de ahí surge su fuerza para aguantar y luchar contra las
injusticias.
Y así, gracias a un chico que no parecía muy duro, Ramón y su papá, y
muchos otros, terminaron por llenar el colegio de tipos duros, pero de los
de verdad: esos capaces de aguantar lo que sea para defender lo que está bien
2.-
Novela
Los
dos vecinos
ArribaAbajo Los dos vecinos - I - -Debe ser rubia, tener
los ojos azules, una figura sentimental -dijo Santiago.
-Te equivocas -replicó Anselmo-; debe ser morena, con
brillantes ojos negros, cabellos de azabache, abundantes y sedosos...
-No -interrumpió Genaro-; ni lo uno ni lo otro. Pelo
castaño, ojos garzos, pálida, hermosa, elegante, esbelta.
-¿De quién se trata? -preguntó Rafael, entrando en la
habitación de la fonda donde discutían sus tres amigos.
-Ven aquí, Rafael -dijo Santiago-; nadie mejor que tú
puede sacarnos de esta duda. Aunque has llegado al pueblo hace pocos días, de
seguro habrás observado que enfrente de tu casa vive una mujer acompañada de
dos criados viejos, -34- verdaderos Argos que la guardan y la vigilan, sin
permitir que nadie se aproxime a su morada. Ninguno de nosotros ha alcanzado la
suerte de ver a tu vecina, y hablábamos del tipo que imaginábamos debía tener.
Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás decirnos cuál acierta de los tres.
-Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive una mujer
que, como vosotros, supongo será joven y hermosa -contestó Rafael-; de noche
llegan hasta mí las dulces melodías que sabe arrancar de su arpa o los suaves
acentos de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os aseguro que jamás he
tenido esa suerte, y sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra detrás de las
persianas de sus balcones. Hasta ahora me he ocupado muy poco de ella; la
muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue sin cesar en esa casa que él
habitó y que heredé a su fallecimiento, todo contribuye a que no busque gratas
sensaciones; así es que apenas me he asomado a la ventana desde que llegué, y
cuando lo hago es como mi misteriosa vecina, detrás de las persianas; así
observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
-¿De modo que no te es posible decirnos nada respecto a
ella? -preguntó Anselmo.
-35-
-Nada -contestó Rafael.
-Yo apuesto un almuerzo a que he acertado -dijo Genaro.
-Y yo lo mismo -añadió Santiago.
-Y yo igual -murmuró Anselmo.
-En cuanto sepa quién gana, os lo comunicaré -dijo
Rafael-. En mi calidad de vecino, podré saber antes que vosotros lo que deseáis
averiguar, y tendré el gusto en dar la nueva al vencedor.
-Mañana -repuso Santiago-, partiremos los tres de caza al
monte, y volveremos dentro de unos ocho días; entonces nos dirás cuál ha ganado
de los tres.
-¿Tú no nos acompañas? -preguntó a Rafael Anselmo.
-No puedo -contestó el joven-; y además de tener
ocupaciones, soy poco aficionado a la caza.
-Supongo que no habrás olvidado que nos prometiste comer
hoy con nosotros -dijo Genaro.
-No; principalmente he venido por eso.
Durante la comida se habló de la misteriosa vecina; se
renovaron las apuestas, y a las once se separaron Rafael y sus tres compañeros,
quedando estos en la fonda y regresando el primero a su morada.
-36-
- II -
Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez de hacer
alumbrar la habitación, dio orden a su criado de que se retirase, y asomándose
a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus miradas en la casa de
enfrente.
La noche estaba obscura, el aire era tibio, y hasta el
joven llegaba el aroma de las flores que adornaban los balcones de la vivienda
de su vecina.
Las persianas de aquellos estaban cerradas, y apenas se
veía entre alguna un débil rayo de luz. Lo que sí percibía claramente Rafael
era el sonido dulce y melancólico de una pieza musical tocada magistralmente en
el arpa.
-¡Cuánto daría por ver a la que así expresa con la música
las sensaciones de su alma! -exclamó.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces; la
casa de enfrente quedó como la de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó
el joven el ruido de una persiana que se abría. Vagamente divisó la figura
esbelta y graciosa de una mujer vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones,
apoyando sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de
él las campanas -37- de la iglesia cercana empezaron a tocar con tal
precipitación, que los dos vecinos no pudieron menos de asombrarse.
Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue de larga
duración, porque bien pronto vio a lo lejos un resplandor rojizo y una columna
de humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó rápidamente por la calle.
-Dios mío, ¿qué sucede? -preguntó ella dirigiéndose sin
duda al transeúnte, que no la oyó.
Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se sintió
impresionado, y se apresuró a contestar.
-Señora, es un incendio.
-¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?
-Debe ser en la fábrica de papeles pintados que hay no
lejos de aquí.
-¡Qué desgracia! -exclamó la vecina-. ¡Cuántas familias
quedarán pereciendo si el fuego es de consideración!
-Corro a verlo y traeré a usted noticias.
Media hora después volvía Rafael a ocupar su puesto en la
ventana de su casa.
-Señora -dijo a su vecina que permanecía inmóvil-, el incendio
ha sido cortado y no hay que lamentar grandes -38- pérdidas. El pueblo en masa
ha trabajado con ahínco para que se extinga.
-Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila. Le
agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé que no tengo ninguna desdicha
que lamentar.
-¿Se va usted ya?
-Es muy tarde.
-¿Quiere usted hacerme un favor?
-Si está en mi mano...
-Precisamente: que antes de retirarse a sus habitaciones
toque un momento el arpa.
La vecina se retiró, y poco después volvían a sonar los
suaves acordes del instrumento. Rafael no se apartó de la ventana hasta que la
vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y durante toda la noche no cesó de
soñar con ella.
- III -
A las once en punto de la siguiente, Rafael se asomó, y
su vecina no tardó en imitarle. Habían hablado la víspera y era natural que se
saludasen. Ambos tenían curiosidad por saber quiénes eran el uno y el otro, y
él sacó la conversación sobre esto, empezando por decir:
-¿Hace mucho tiempo que se halla usted en este pueblo?
-39-
-Quince días -contestó ella.
-Yo también hace poco que he llegado. Vivía en Madrid, y
tenía en esta tierra a un hermano de mi madre, al que quería mucho, y que ha
muerto ahora, dejándome por heredero de todos sus bienes. Mi tío era muy
conocido y apreciado aquí, D. Antonio León.
-Era amigo de mi padre -interrumpió ella.
-Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
-Pedro Vázquez.
-No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?
-Tengo la desgracia de ser huérfana.
-¿Está usted aquí sola?
-Completamente sola.
-¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo?
-preguntó Rafael.
-No tengo hermano, y soy soltera -contestó ella.
El joven respiró libremente.
-¿Vive usted por placer en este pueblo? -preguntó pasado
un instante.
-Me han mandado los médicos aspirar los aires puros del
campo, y he elegido con preferencia este lugar porque no se halla lejos de la
corte, donde he habitado siempre. Por lo demás, sé que todo cuanto haga será
inútil porque mi mal no tiene remedio.
-40-
-¿Está usted enferma?
-Sí señor.
-No será tan grave como piensa.
-Tanto que temo morir aquí.
-¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
-Quisiera equivocarme -murmuró ella-, pues a los
veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré.
-Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me falta verla y
averiguar su nombre.
Hubo una breve pausa y él continuó:
-No se la encuentra a usted en ningún lado.
-No voy más que al jardín -contestó ella.
-¿Ni a misa?
-Me la dicen en el oratorio que tengo en mi casa.
-¿Le han prohibido a usted salir?
-Me lo he prohibido yo.
-¿Puedo saber por qué?
-Es un secreto.
-¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta?
-prosiguió Rafael.
-De ningún modo -respondió la joven-, hable usted.
-Desearía saber el nombre de mi vecina.
-Me llamo Carlota. ¿Y usted?
-Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle -41- un favor:
¿consentirá en asomarse un rato todas las noches?
-Me asomaré con mucho gusto.
-¿No faltará usted nunca?
-Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia y es hora
que me vaya. Buenas noches.
Los dos se alejaron, y desde aquel día se hablaron a la
hora convenida, y pronto pudieron convencerse de que no eran indiferentes el
uno al otro.
- IV -
Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron al pueblo,
Rafael no pudo decirles aún cómo era el rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se había serenado, la luna salía tan
tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes que la reina de la noche
esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía que ambos jóvenes ponían
especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos, lo que nada tenía de
particular, porque Carlota no abandonaba jamás su vivienda. En cuanto a Rafael,
a causa del luto por su tío, no iba a ninguna diversión, y únicamente visitaba
a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de -42- aquel lugar, prometiendo a
Rafael volver a verle pronto.
Así estaban las cosas, cuando el joven se decidió por fin
a decir a Carlota que la amaba, teniendo la inmensa satisfacción de saber que
era correspondido. Fueron aquellos unos amores por demás extraños. Se hablaban
de noche, no se conocían, ni parecían desear verse.
Él comprendía que ella era alta, esbelta y elegante, pero
no podía descubrir sus facciones; ella creía adivinar que él tenía mediana
estatura, que su porte era distinguido, pero ignoraba si era feo o hermoso.
¿Qué les importaba esto? Su amor tenía mucho de ideal y algo de fantástico,
ambos soñaban con la belleza del alma, importándoles poco su envoltura; pero
esto no se lo decían jamás, y los dos vivían en un error del que nadie podía
sacarles.
Rafael tenía un criado que le profesaba verdadero cariño,
y Carlota, como ya hemos dicho, dos viejos servidores que la habían conocido
desde niña. Los tres criados se hablaban con frecuencia, y un día por la mañana
se hallaron en la calle la anciana Dominga y el buen Roque.
-¿Qué tal está tu señora? -preguntó él
-Algo delicada -respondió ella-; ¿y tu señor?
-43-
-Mi amo sigue bueno -contestó Roque.
¿Cuántos años hace que estás al servicio de la señorita
Carlota?
-Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su casa; la
quiero como si fuera una hija mía. Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil y
enfermiza; ahora se ha fortalecido algo; pero los médicos me han dicho en
secreto que no vivirá largos años. No sé cómo podré estar sin ella.
-Y... ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus cabellos?
-Así... rubios.
-¿Y sus facciones?
-No me he fijado.
-¿Cómo son sus ojos?
-¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo es?
-Como otros muchos hombres respecto a la figura; pero ¡es
tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de amo!
-¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! -suspiró Dominga.
-¡Ojalá! -repitió melancólicamente Roque.
Y ambos se separaron tristes y pensativos.
-44-
- V -
Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron en volver
a la corte. Ambos vivían felices en medio de aquella soledad que les rodeaba;
se amaban con ternura, y nada había más puro ni más poético que sus
conversaciones nocturnas, que iban siendo más largas conforme anochecía más
temprano.
Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno de ansiedad,
la aguardó inútilmente hasta que lució el alba. A la mañana siguiente envió a
Roque a preguntar qué sucedía, con encargo de llevar una carta para Carlota. El
fiel criado supo por Dominga que su señora se hallaba enferma, y que no había
podido desde la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico había dicho que
la joven estaba muy grave de la afección al corazón que padecía, y desesperaba
de curarla.
El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando para
consolarle la presencia de sus tres amigos, que acababan de llegar al pueblo
con objeto de pasar con él una corta temporada.
Una mañana, las campanas de la parroquia lanzaban un
fúnebre tañido. Carlota -45- había muerto sin que Rafael lograse verla antes de
expirar. Lo que no había pensado en vida de la joven quiso realizarlo después
de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al menos, y cuando supo que había
llegado la hora del entierro, se dirigió lentamente al cementerio acompañado de
Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían sus amores y no habían querido
separarse de él.
Pronto se detuvo a la puerta del camposanto el coche que
conducía los restos mortales de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el
ataúd, lo llevaron junto a una sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba con
monótono acento las oraciones de los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia
adelante, murmuró varias palabras ininteligibles y hubiera caído al suelo sin
sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus amigos, que corrieron a él
con solícito interés. Lo primero que hicieron fue alejarle de aquellos tristes
lugares guiándole a un sitio apartado del mismo cementerio, desde el que no se
veía el entierro de Carlota, y gracias a los cuidados de los tres, volvió el
joven en sí.
-¿Dónde está? ¡Quiero verla!- exclamó desasiéndose de los
brazos de sus compañeros.
-46-
-Apóyate en mí y te conduciré donde se halla su cuerpo-,
dijo Genaro.
Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de la sepultura,
casi cubierto por la tierra que sobre él arrojaba el enterrador.
-¡Demasiado tarde! -murmuró Rafael.
Un viejo que lloraba le miró sorprendido.
-Señor -dijo-, yo soy Gil, el criado de la señorita
Carlota, y no puedo menos de agradecer el dolor que demuestra usted por su
muerte. Dígame su nombre para que eternamente lo recuerde.
-Me llamo Rafael.
-¡Rafael! -repitió Gil con asombro-. ¿Era usted su
vecino?
-El mismo.
-¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no fue a
visitarla nunca?
-Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para qué ocultarlo -dijo
tristemente Rafael-. Imaginaba a mi vecina una mujer tan bella como espiritual;
sabía que mi figura debía desagradarle, y le hice el amor a la luz de las
estrellas, cuando Carlota no podía verme bien. Creo que mi alma vale más que mi
cuerpo, puesto que ella me quiso, mientras las demás mujeres que me vieron me
desdeñaron, y esto me obligó a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso
huí las ocasiones -47- de verla, para que Carlota no me viera a mí.
-Pero ¿por qué, señor?
-El por qué no puede oscurecérsete -murmuró Rafael-. ¿No
ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro feo y repulsivo?
-¡Señor, señor! -dijo el criado-, esa no era causa
suficiente para que no se presentase usted a mi ama. Ella también huía las
ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la idea de que al conocerla no
la amase; ella se había hallado igualmente abandonada por los hombres en los
que no encontraba cariño ni protección; temía que si usted la viera la
olvidase...
-Pero ¿por qué? -interrumpió Rafael.
-Tenía una vejez prematura, sus cabellos habían
encanecido, arrugas precoces surcaban su frente, lloraba mucho su desdicha, y
solo encontraba consuelo, antes en la música, después en su amor. Apenas
llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo no tenía alma más que para
escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida y fuerzas para el
siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es hermoso, que el cielo le
ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora no lo hubiese
sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera adorado de igual
modo.
-48-
-Pero mi figura...
-Mi ama no la hubiera visto: la señorita Carlota era
ciega de nacimiento.
-¡Dios mío! -murmuró Rafael-. He perdido la única mujer
que me hubiera querido en la tierra
Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez de hacer
alumbrar la habitación, dio orden a su criado de que se retirase, y asomándose
a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus miradas en la casa de
enfrente.
La noche estaba obscura, el aire era tibio, y hasta el
joven llegaba el aroma de las flores que adornaban los balcones de la vivienda
de su vecina.
Las persianas de aquellos estaban cerradas, y apenas se
veía entre alguna un débil rayo de luz. Lo que sí percibía claramente Rafael
era el sonido dulce y melancólico de una pieza musical tocada magistralmente en
el arpa.
-¡Cuánto daría por ver a la que así expresa con la música
las sensaciones de su alma! -exclamó.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces; la
casa de enfrente quedó como la de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó
el joven el ruido de una persiana que se abría. Vagamente divisó la figura esbelta
y graciosa de una mujer vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones,
apoyando sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de
él las campanas de la iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación,
que los dos vecinos no pudieron menos de asombrarse.
Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue de larga
duración, porque bien pronto vio a lo lejos un resplandor rojizo y una columna
de humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó rápidamente por la calle.
-Dios mío, ¿qué sucede? -preguntó ella dirigiéndose sin
duda al transeúnte, que no la oyó.
Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se sintió
impresionado, y se apresuró a contestar.
-Señora, es un incendio.
-¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?
-Debe ser en la fábrica de papeles pintados que hay no
lejos de aquí.
-¡Qué desgracia! -exclamó la vecina-. ¡Cuántas familias
quedarán pereciendo si el fuego es de consideración!
-Corro a verlo y traeré a usted noticias.
Media hora después volvía Rafael a ocupar su puesto en la
ventana de su casa.
-Señora -dijo a su vecina que permanecía inmóvil-, el
incendio ha sido cortado y no hay que lamentar grandes pérdidas. El pueblo en
masa ha trabajado con ahínco para que se extinga.
-Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila. Le
agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé que no tengo ninguna desdicha
que lamentar.
-¿Se va usted ya?
-Es muy tarde.
-¿Quiere usted hacerme un favor?
-Si está en mi mano...
-Precisamente: que antes de retirarse a sus habitaciones
toque un momento el arpa.
La vecina se retiró, y poco después volvían a sonar los
suaves acordes del instrumento. Rafael no se apartó de la ventana hasta que la
vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y durante toda la noche no cesó de
soñar con ella.
A las once en punto de la siguiente, Rafael se asomó, y
su vecina no tardó en imitarle. Habían hablado la víspera y era natural que se
saludasen. Ambos tenían curiosidad por saber quiénes eran el uno y el otro, y
él sacó la conversación sobre esto, empezando por decir:
-¿Hace mucho tiempo que se halla usted en este pueblo?
-Quince días -contestó ella.
-Yo también hace poco que he llegado. Vivía en Madrid, y
tenía en esta tierra a un hermano de mi madre, al que quería mucho, y que ha
muerto ahora, dejándome por heredero de todos sus bienes. Mi tío era muy
conocido y apreciado aquí, D. Antonio León.
-Era amigo de mi padre -interrumpió ella.
-Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
-Pedro Vázquez.
-No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?
-Tengo la desgracia de ser huérfana.
-¿Está usted aquí sola?
-Completamente sola.
-¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo?
-preguntó Rafael.
-No tengo hermano, y soy soltera -contestó ella.
El joven respiró libremente.
-¿Vive usted por placer en este pueblo? -preguntó pasado
un instante.
-Me han mandado los médicos aspirar los aires puros del
campo, y he elegido con preferencia este lugar porque no se halla lejos de la
corte, donde he habitado siempre. Por lo demás, sé que todo cuanto haga será
inútil porque mi mal no tiene remedio.
-¿Está usted enferma?
-Sí señor.
-No será tan grave como piensa.
-Tanto que temo morir aquí.
-¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
-Quisiera equivocarme -murmuró ella-, pues a los
veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré.
-Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me falta verla y
averiguar su nombre.
Hubo una breve pausa y él continuó:
-No se la encuentra a usted en ningún lado.
-No voy más que al jardín -contestó ella.
-¿Ni a misa?
-Me la dicen en el oratorio que tengo en mi casa.
-¿Le han prohibido a usted salir?
-Me lo he prohibido yo.
-¿Puedo saber por qué?
-Es un secreto.
-¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta?
-prosiguió Rafael.
-De ningún modo -respondió la joven-, hable usted.
-Desearía saber el nombre de mi vecina.
-Me llamo Carlota. ¿Y usted?
-Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle un favor:
¿consentirá en asomarse un rato todas las noches?
-Me asomaré con mucho gusto.
-¿No faltará usted nunca?
-Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia y es hora
que me vaya. Buenas noches.
Los dos se alejaron, y desde aquel día se hablaron a la
hora convenida, y pronto pudieron convencerse de que no eran indiferentes el
uno al otro.
Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron al pueblo,
Rafael no pudo decirles aún cómo era el rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se había serenado, la luna salía tan
tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes que la reina de la noche
esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía que ambos jóvenes ponían
especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos, lo que nada tenía de
particular, porque Carlota no abandonaba jamás su vivienda. En cuanto a Rafael,
a causa del luto por su tío, no iba a ninguna diversión, y únicamente visitaba
a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de aquel lugar, prometiendo a Rafael
volver a verle pronto.
Así estaban las cosas, cuando el joven se decidió por fin
a decir a Carlota que la amaba, teniendo la inmensa satisfacción de saber que
era correspondido. Fueron aquellos unos amores por demás extraños. Se hablaban
de noche, no se conocían, ni parecían desear verse.
Él comprendía que ella era alta, esbelta y elegante, pero
no podía descubrir sus facciones; ella creía adivinar que él tenía mediana
estatura, que su porte era distinguido, pero ignoraba si era feo o hermoso.
¿Qué les importaba esto? Su amor tenía mucho de ideal y algo de fantástico,
ambos soñaban con la belleza del alma, importándoles poco su envoltura; pero
esto no se lo decían jamás, y los dos vivían en un error del que nadie podía
sacarles.
Rafael tenía un criado que le profesaba verdadero cariño,
y Carlota, como ya hemos dicho, dos viejos servidores que la habían conocido
desde niña. Los tres criados se hablaban con frecuencia, y un día por la mañana
se hallaron en la calle la anciana Dominga y el buen Roque.
-¿Qué tal está tu señora? -preguntó él
-Algo delicada -respondió ella-; ¿y tu señor?
-Mi amo sigue bueno -contestó Roque.
¿Cuántos años hace que estás al servicio de la señorita
Carlota?
-Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su casa; la
quiero como si fuera una hija mía. Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil y
enfermiza; ahora se ha fortalecido algo; pero los médicos me han dicho en
secreto que no vivirá largos años. No sé cómo podré estar sin ella.
-Y... ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus cabellos?
-Así... rubios.
-¿Y sus facciones?
-No me he fijado.
-¿Cómo son sus ojos?
-¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo es?
-Como otros muchos hombres respecto a la figura; pero ¡es
tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de amo!
-¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! -suspiró Dominga.
-¡Ojalá! -repitió melancólicamente Roque.
Y ambos se separaron tristes y pensativos.
Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron en volver
a la corte. Ambos vivían felices en medio de aquella soledad que les rodeaba;
se amaban con ternura, y nada había más puro ni más poético que sus
conversaciones nocturnas, que iban siendo más largas conforme anochecía más
temprano.
Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno de
ansiedad, la aguardó inútilmente hasta que lució el alba. A la mañana siguiente
envió a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo de llevar una carta para
Carlota. El fiel criado supo por Dominga que su señora se hallaba enferma, y
que no había podido desde la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico
había dicho que la joven estaba muy grave de la afección al corazón que
padecía, y desesperaba de curarla.
El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando para
consolarle la presencia de sus tres amigos, que acababan de llegar al pueblo
con objeto de pasar con él una corta temporada.
Una mañana, las campanas de la parroquia lanzaban un
fúnebre tañido. Carlota había muerto sin que Rafael lograse verla antes de
expirar. Lo que no había pensado en vida de la joven quiso realizarlo después
de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al menos, y cuando supo que había
llegado la hora del entierro, se dirigió lentamente al cementerio acompañado de
Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían sus amores y no habían querido
separarse de él.
Pronto se detuvo a la puerta del camposanto el coche que
conducía los restos mortales de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el
ataúd, lo llevaron junto a una sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba con
monótono acento las oraciones de los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia
adelante, murmuró varias palabras ininteligibles y hubiera caído al suelo sin
sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus amigos, que corrieron a él
con solícito interés. Lo primero que hicieron fue alejarle de aquellos tristes
lugares guiándole a un sitio apartado del mismo cementerio, desde el que no se
veía el entierro de Carlota, y gracias a los cuidados de los tres, volvió el
joven en sí.
-¿Dónde está? ¡Quiero verla!- exclamó desasiéndose de los
brazos de sus compañeros.
-Apóyate en mí y te conduciré donde se halla su cuerpo-,
dijo Genaro.
Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de la sepultura,
casi cubierto por la tierra que sobre él arrojaba el enterrador.
-¡Demasiado tarde! -murmuró Rafael.
Un viejo que lloraba le miró sorprendido.
-Señor -dijo-, yo soy Gil, el criado de la señorita
Carlota, y no puedo menos de agradecer el dolor que demuestra usted por su
muerte. Dígame su nombre para que eternamente lo recuerde.
-Me llamo Rafael.
-¡Rafael! -repitió Gil con asombro-. ¿Era usted su
vecino?
-El mismo.
-¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no fue a
visitarla nunca?
-Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para qué ocultarlo
-dijo tristemente Rafael-. Imaginaba a mi vecina una mujer tan bella como
espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle, y le hice el amor a la luz
de las estrellas, cuando Carlota no podía verme bien. Creo que mi alma vale más
que mi cuerpo, puesto que ella me quiso, mientras las demás mujeres que me vieron
me desdeñaron, y esto me obligó a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso
huí las ocasiones de verla, para que Carlota no me viera a mí.
-Pero ¿por qué, señor?
-El por qué no puede oscurecérsete -murmuró Rafael-. ¿No
ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro feo y repulsivo?
-¡Señor, señor! -dijo el criado-, esa no era causa
suficiente para que no se presentase usted a mi ama. Ella también huía las
ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la idea de que al conocerla no
la amase; ella se había hallado igualmente abandonada por los hombres en los
que no encontraba cariño ni protección; temía que si usted la viera la
olvidase...
-Pero ¿por qué? -interrumpió Rafael.
-Tenía una vejez prematura, sus cabellos habían
encanecido, arrugas precoces surcaban su frente, lloraba mucho su desdicha, y
solo encontraba consuelo, antes en la música, después en su amor. Apenas
llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo no tenía alma más que para
escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida y fuerzas para el
siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es hermoso, que el cielo le
ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora no lo hubiese
sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera adorado de igual
modo.
-Pero mi figura...
-Mi ama no la hubiera visto: la señorita Carlota era
ciega de nacimiento.
-¡Dios mío! -murmuró Rafael-. He perdido la única mujer
que me hubiera querido en la tierra.
3.-
Obra de teatro
Título: “Ya somos 4”
Autora: Clara Pérez
5 personajes:
- Decidida: Intenta
ser la líder del grupo y organizar la fuga.
- Temerosa: Le tema a
todo lo que la rodea.
- Conciliadora: Intenta
mantener la calma para poder armar la fuga.
- Pensativa: Solo
reflexiona sobre la miseria de estar en la cárcel.
- Altanera: Quiere
tomar el control amedrentando al resto de las chicas.
Ambientación: Celda
de una cárcel pequeña e incómoda donde permanecen 5 chicas detenidas.
Decidida (caminando
alrededor de la celda mientras habla con tono de autoridad): Tenemos que pensar
cómo salir de aquí, yo no pienso pasar un día más encerrada en este hueco,
dejen de pensar tonterías y comencemos a armar el plan, parecen gallinas
arrinconadas ahí sin decidirse a salir de aquí ¡comiencen a pensar GALLINAS!
Altanera (sentada
en el suelo, en un rincón de la celda golpeando el piso con un trozo de madera,
habla sin levantar la mirada del piso: ¡Odio esa palabra!
Decidida (mirando
hacia el rincón donde se encuentra la altanera): Cuál ¿pensar?
Altanera (en
su misma posición y con voz amenazante): No, la otra.
Decidida:
¿Gallina?
Altanera (levantando
la vista hacia la decidida): Si, esa y si la vuelves a decir te la verás
conmigo.
Temerosa (acurrucada
en un rincón casi temblando): ¡Dejen de pelear! Alteran mis nervios, yo no
quiero escapar, tengo miedo, es peligroso.
Conciliadora (recostada
en una pared con el pie apoyado en ella): ¿y cómo vamos a hacer? Solo podemos
escapar 4 y somos 5
Pensativa (hablando
de espalda a todas, sentada en el piso con la mirada perdida): ¿Le tienes miedo
a qué? Ya tocaste el fondo, esto es un hueco del que nunca vamos a salir,
aunque estemos en la calle, seremos prófugas de la justicia, de una justicia
con sistemas carcelarios que no reinsertan personas a la sociedad, sino que
convierte escorias en cosas peores, aquí nadie aprende, nadie se arrepiente,
solo aprendemos a ser seres humanos sin sentimientos que solo buscan salvarse a
sí mismos.
Conciliadora (mirando
a la pensativa): ¿Y? a nadie le importa lo que somos y estar aquí no es mejor
que estar en la calle.
Temerosa: Yo
tengo miedo, no voy a poder, yo no le hice daño a nadie, no soy una escoria, no
podré salir de aquí.
Altanera (levantándose
del suelo y caminando hasta donde está la temerosa): ¡cállate estúpida! ¿No
hiciste nada? ¿Y porque estás aquí?, ¿mataste una cucaracha, pisaste una
hormiga? no ¿verdad?
Conciliadora (alejando
a la altanera de la temerosa empujándola): ¡Déjala! ¿No ves que está asustada?
Decidida (hablando
fuerte y acercándose): Bueno solo podemos irnos 4, si tienes miedo te quedas
¡gallina!
Altanera (molesta
y abalanzándose sobre la decidida): Ahora sí, te dije que no volvieras a decir
esa palabra.
Comienzan a forcejear y la altanera saca una
navaja, ambas pelean muy cerca de la temerosa, que comienza a gritar, en un
momento se acercan tanto que no le queda otro remedio que intentar quitarle la
navaja a la altanera y en el forcejeo, hiere a la decidida que cae al piso.
Mientras la conciliadora intenta separarlas y la pensativa sigue sin moverse de
su sitio como si nada pasara.
Conciliadora (alterada):
¡está muerta!
Todas se quedan como en shock, la temerosa se acerca a la
decidida que yace en el suelo, se arrodilla llorando sin hablar, acerca sus
manos a ella. Hasta que salen las palabras.
Temerosa (sin
dejar de llorar y temblorosa mientras toca a la decidida): No siento nada ¿el
poder? ¿Cuál poder? Ahora si soy una escoria, dañar no da poder, ¿Qué hice?
Pensativa (aun
con la mirada perdida y sin mirar la escena que tiene tras ella): Bienvenida al
mundo carcelario, ahora eres parte nuestra.
Altanera (pasando
por encima de la decidida): Bueno ahora somos 4.
La temerosa, comienza a llorar sobre la decidida mientras
todas la miran dándole la bienvenida a su nueva realidad.
FIN
4.- Poema
Síndrome (Mario Benedetti)
Todavía tengo casi todos mis dientes casi todos mis
cabellos y poquísimas canas puedo hacer y deshacer el amor trepar una escalera
de dos en dos y correr cuarenta metros detrás del ómnibus o sea que no debería
sentirme viejo pero el grave problema es que antes no me fijaba en estos
detalles.
5. Poema
En las noches claras (Gloria
Fuentes)
En las noches claras, resuelvo el problema de la soledad
del ser. Invito a la luna y con mi sombra somos tres.